Le quedaba grande la vida.
Como esos pantalones que, aun con cinturón, hay que arremangarse
de vez en cuando.
Como la primera chaqueta que heredó de sus hermanos; esa de mangas
tan largas que sus puños escondían sus manos.
Esta vida se le resbalaba del cuerpo y le hacía trastabillar.
No entendía la ambición.
El éxito estaba en la sonrisa de ella al decir su nombre.
En el balanceo triunfal del rabo de su perro
al entrar en casa.
Quisiera volver a nacer, hace diez mil años. Para sentarse
a contar historias inmortales en torno al fuego divino.
Y morir anciano y pleno a los treinta años.
Carral del Prado.