Antes de despedirme le mando siempre tres besos grandes.
El primero y el segundo para cada uno de sus mofletes y el tercero dejo que ella se lo lleve a donde quiera.
A veces pienso que se lo lleva al cuello y le deja que vaya dando pequeños saltos por su suave y deliciosa piel, desde el lóbulo regordete de su oreja hasta su pecho.
A lo mejor decide llevárselo a sus labios y dejarle recorrer su boca como un explorador asombrado. Galopar por la ondulada esponjosidad de su lengua o escalar la deslizante superficie de sus dientes.
Quizás se lo pasa de una mano a la otra y se va de paseo con él agarrado. Compran el pan, se fuman juntos un cigarro o se dan calor en los días de frío.
Puede que se lo lleve a otro lugar. Más oscuro, húmedo e íntimo y puede que se dejen mojar el uno al otro.
A veces imagino que le ha dejado subir a su pelo. Negro, largo y perfumado. Y cuando llega el huracán, se agarra fuerte y se deja enmarañar entre su melena, cómodo y calentito.
Y mientras pienso en dónde andará ese beso fugitivo, libre y afortunado -porque ella, zalamera, no me cuenta el secreto- me suben a la boca muchos más, deseosos de vivir la misma aventura que el tercero.
Carral del Prado.