El pelícano colorado trajo vacía su bolsa, arrugados sus pliegues malolientes a pescado.
El almendro almendrófago deglutía sus propios frutos en medio del incendio de cáscaras inertes que crepitaban con la mirada perdida mientras se consumían.
Nunca se vio un viento más absurdo que aquel que soplaba contra sí mismo mientras las olas, inmóviles en su superficie salada, disfrutaban de la estúpida lucha.
Las palabras se atropellaron y se gritaron faltas de ortografía hiriéndose unas a otras orgullosas de su ignorancia.
A la cabeza se puso un decapitado que, ciego y envidioso de las demás testas, echó mano del hacha y afeitó cualquier pensamiento, tan apurado que brotó sangre impotente.
Pequeños hongos brotaron a la sombra de los tiempos oscuros de los que apenas se conseguía diferenciar su silueta y carcomieron la podrida oscuridad.
De la malformación surgieron poetas que, tras el sufrir de su nacimiento, se suicidaron sin remedio siendo esa la única poesía que dejaron tras de sí.
Carral del Prado.