Se acercó a la bañera donde ningún poeta loco se cortó nunca las venas. Dejó correr el agua aunque por mucho que se llenara nunca la vio llena. Volvió a hablar a aquellas escaleras de una ciudad extranjera pero se quedaron mudas. Sentado en la taza sintió el peso que crecía sobre él. El cigarro que fumaba sin descanso se apagaba siempre demasiado pronto. Las cerillas se acumulaban a su alrededor. El humo áspero y el delicado vapor se enredaban en el cuarto blanco para hacerse indistinguibles. La mirada perdida del fumador se enturbiaba a medida que el baño se volvía más pegajoso y el aire más irrespirable. El agua de la bañera sin sangre rebosaba ya, cayendo su agua en pequeños hilillos que hacían charco en el suelo. Mientras la habitación y su inquilino se ahogaban sin remedio y las cerillas comenzaban a flotar como frágiles náufragos, se produjo el milagro. ¡Todavía podía sentir el calor del agua en las plantas de sus pies!
Carral del Prado.