Era aquel un espíritu sonoro, trascendente.
Colorido. A veces rojizo, otras rosado, y luego, siempre, blanco.
De ambientes agradables, entre circunstanciales y fríos.
Su ánimo, siempre cantado en notas de organillo.
Rotundo. Imperturbable.
De cuando en cuando, aquel espíritu, fascinado por su propio canto, se coreaba a si mismo.
No necesitaba ver el organillo, ni la harmónica, ni la guitarra.
Todos los instrumentos sonaban, incansables, en su rutina.
Todos existen en su esencia romántica.
Jaime Pérez-Seoane